Editorial • Junio 2013

 

El Cuco, el Hombre de la Bolsa, la Bruja Cachavacha... cómo olvidar a los seres de la oscuridad que tanto temor nos han causado de chicos, cuando de los verdaderos horrores del mundo sabíamos poco y nada. Uno va creciendo y esos personajes dejan de asustarnos, pero nunca falta alguno que llegue a ocupar ese lugar.
Desde Hollywood se cansaron de crear nuevas bestias, demonios y monstruos de todo tipo. Así, Claude Rains paralizó multitudes con su interpretación de El Hombre Lobo; lo mismo hicieron Boris Karloff con su Frankenstein y La Momia, y Bela Lugosi (y luego Christopher Lee) personificando al Conde Drácula... De las penumbras germanas aparecía Max Schreck y su Nosferatu para ejecutar una magistral sinfonía de horror gótico, mientras que desde las tierras del Sol Naciente Ishiro Honda desataba la furia de Godzilla.
Con los años, los monstruos fueron evolucionando al ritmo de las sociedades del mundo: las momias regresaron a sus sarcófagos, los pajarracos radioactivos fueron eliminados a bombazos, apareció la píldora contra la licantropía, y los vampiros se volvieron sexis, fashionistas, cool... Los clásicos ya no asustaban demasiado y eran reemplazados por personajes más “humanos”: los zombies de George Romero, el Psycho de Anthony Perkins, los rednecks asesinos de Texas Chainsaw Massacre, los sanguinarios “slayers” como Jason Voorhees de la franquicia Friday the 13th, y hasta el muñequito Chucky, en cuyo interior se refugiaba un asesino serial amante de los cuchillos filosos.
El cine de horror ha creado personajes inolvidables, cuya perversidad nos ha causado más de una pesadilla o algún que otro respingo al cruzar por un callejón mal iluminado. Sin embargo, ningún monstruo cinematográfico podrá equiparar nunca a los de la vida real.
Nosotros, los argentinos, sin ir más lejos, sufrimos a uno de estos. De cuerpo desgarbado, cuello estirado y bigote poblado, llegó a emular a los más grandes asesinos de la historia, no de la cinematográfica, sino de la vida real. Lo que lo hacía más temible es que no era un ser sobrenatural, un “freak” de la naturaleza, una entidad diabólica producto de un experimento fallido. No, era un tipo del montón, como cualquiera de nuestros vecinos; hasta iba a la iglesia, en donde se arrodillaba a rezar. Seguramente le habrá dado la mamadera a sus hijos y abrazado a sus nietos y besado cariñosamente a su esposa alguna vez. Nunca llegó a ser estrella de cine, aunque su fama recorrió el mundo. No hizo falta ponerle tornillos en las sienes, colmillos vampirescos goteando sangre, cuernos en la frente ni cicatrices cruzándole las mejillas de lado a lado.
A diferencia de Freddy Kruegger no usaba garras de metal en sus manos ni tenía la cara desfigurada por quemaduras, aunque al igual que éste aparecía en las peores pesadillas, esas que se sueñan cuando uno está despierto.
Nuestro monstruo más temible, o al menos el estandarte de todos ellos, acaba de morir. Es verdad, ya estaba vencido y encerrado, pagando sus culpas. Hasta se dice que se tropezaba en la bañera y llegó a partirse una cadera. Su carrera homicida ya estaba terminada. Y así se fue.
Nos queda el alivio de saber que este personaje nunca resucitará desde las profundidades de un oscuro lago; ninguna hechicería lo hará renacer de sus cenizas. Ahora tenemos la certeza de que nunca podrá protagonizar una segunda parte de su película de terror.  ¤


Una frase en el tiempo

“No era el dictador típico, modelo Pinochet, por razones orgánicas dado que el poder supremo estaba dividido en tres. Además, tampoco he sido un militar autoritario. Sí fui un dictador en el sentido romano del término, como un remedio transitorio, por un tiempo determinado, para salvar a las instituciones de la República”
Jorge Rafael Videla, ex dictador argentino


 

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